martes, 17 de abril de 2012

De dónde somos

Nací en un país y vivo en otro. Ya hace más años que estoy en el segundo, y debo decir que desde hace mucho tiempo que no me siento extranjera; casi que ni me siento inmigrante. Eso es algo que debo agradecer a mi país de acogida y a su gente maravillosa, que siempre me ha integrado con total naturalidad, tanto que puedo protestar como la que más si algo no me gusta, y jamás nadie me ha dicho lo que, francamente, podrían haberme sugerido: si no te gusta, ¿por qué no te vas? No me voy porque es mi casa, y uno en su casa tiene derecho a protestar.

Los vínculos con el país de origen son también muy fuertes, y aunque los años pasados allí cada vez serán relativamente menos del total de mi vida, lo importante es que han sido los primeros, las primeras décadas. Por eso, a día de hoy cuando alguien de mi segundo país me oye el acento y me pregunta que de dónde soy, sigo diciendo que de mi primer país, sin que ello merme en absoluto mi sentido de pertenencia también al segundo.

Pienso que tengo mucha suerte de tener dos países a los que mi vida me arraiga. Soy mucho más rica gracias a eso, y considero que los que se encierran adrede y desprecian lo exterior se vuelven voluntariamente ciegos.

Pero hoy soy dolorosamente consciente de que tener dos países puede plantear problemas, cuando entre ellos se genera conflicto. Y no hablo de competiciones deportivas, sino de asuntos que de verdad dejan herida.

Durante mucho tiempo no contemplé semejante posibilidad, porque la fortaleza de los lazos entre ambas naciones y la importancia de las cosas que tienen en común me impedía suponer que podrían llegar a enfrentarse en cuestiones relevantes. Sin embargo, todo empezó a cambiar cuando festejos que debían acercarlos se convirtieron en la ocasión de manifestar resentimiento por cosas que pasaron hace más de 200 años, o incluso hace más de 500, y cuando las fronteras se dibujaron más intensamente allí donde habían estado franqueadas a principios del siglo pasado.

Y de aquellos polvos estos lodos. Hoy asistimos a un grave conflicto comercial que los dos países han convertido en político: uno por las mismas razones que lo llevan a vivir con resentimiento su propia historia, y otro por la coyuntura económica tan delicada que lo estrangula. Y los respectivos pueblos se posicionan, jalonados por la demagogia irresponsable e interesada de sus gobernantes: uno siente que protege lo suyo del usurpador, y el otro que ha recibido un golpe a traición aprovechando su debilidad. Yo no creo que haya aquí usurpadores, ni que se sea del todo consciente de la envergadura del golpe dado.

La situación me duele, pero no por el conflicto en sí, sino por las actitudes desplegadas y los argumentos utilizados, planteando un escenario de agresión de país a país. En ambos se está exacerbando el patriotismo mal entendido, como arma arrojadiza contra un pueblo hermano.

Más allá de dónde residan las razones, analizo mi propia reacción, cómo no, obsesiva -seguramente provocada por actitudes rabiosas que he observado de los dos lados-. Cuando algo duele es porque se siente, porque importa; eso me ha hecho pensar en los vínculos, en los arraigos, en el sentido de la pertenencia a un pueblo...o a dos.

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