Anoche, no sé por qué, me acordé de lo feo que era tener que madrugar en casa de mi abuelo, para ir al colegio o a la Universidad. Era como antinatural, lo contrario del orden divino de las cosas.
De toda la vida, a casa de mi abuelo se iba a disfrutar: a ver la tele, a comer chocolate y sandwiches de miga...a empezar el fin de semana. Se iba sabiendo que al día siguiente no habría obligaciones, ni uniformes, ni carpetas. Eran unas mini-vacaciones que él nos regalaba cada semana.
Pero a veces, muy pocas, por algún motivo las cosas cambiaban, y tocaba despertarme oyendo a mi abuelo llamarme mientras encendía la luz. Lo malo no era el madrugón ni su finalidad, sino que ocurriera allí.
En mi cabeza, incluso el cuarto se veía como si no fuera el mismo, cómplice de la ruptura de las reglas del juego, de la plácida rutina, del mundo tal como debía ser.
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